Brinco
El trigal lo sobrevuelan miles de pequeños alados, unos mansos, otros alocados, prolongando en el aire sus límites difusos con brillantes puntitos blancos. Es un velo dorado en el lomo de la modesta colina, bordado de hileras dispersas de árboles oscurecidos por las sombras del atardecer. Se desliza por la suave pendiente hasta lamer la ribera de la que nos llegan los cantos agitados de unos pájaros que anticipan la inminente noche. El cielo, por el que han rodado todo el día unas golosas nubes, incluso más que blancas, desgrana todos los matices del naranja y pronto virará a rojos y morados.
Tras cientos de breves carreras y de haber trotado sin alejarse nunca demasiado, a menos de dos palmos de mis piernas descansa ahora Perro, mi fiel amigo gris. Su pelaje recio y polvoriento, moteado de restos vegetales, da muestra de una jornada colmada de alegrías caninas. Jadea con la lengua fuera y lanza miradas furtivas con gestos casi humanos, buscando señales de cambio en mi. Algún que otro ruido cercano alza milimétricamente ahora una de sus oreja, ahora la otra, en aquella dirección. Sereno pero atento, espera. Está feliz.
Mi corazón se acelera ante la idea de llegar y compartir, y en mi rostro, casi todo el día inexpresivo, se abre paso una sonrisa.